Despegué mis pupilas de la pantalla y elevé mi mirada al cielo para buscarla y en efecto, ahí estaba ella, sonriente y luminosa.
Me subí a la repisa de mi ventana, de ahí salté al árbol más próximo, cuyas ramas se extendían a lo largo y ancho de la calle.
Trepé hasta lo más alto y desde ahí salté, con los brazos extendidos para capturarla. La luna era mía.
Sólo faltaba una botella y la misión estaría cumplida. Me acerqué hasta el contenedor de vidrio más próximo, tomé una y cuando me propuse meterla en su interior se me estremeció el alma.
Pensé que claro que era posible hacerlo, todo es posible si te lo propones, pero no me sentí capaz, me sentí morir haciendo de la luna mi prisionera. Quien era yo para robarle su libertad.
Quien era yo para privar al mundo entero de la magia de su luz. Pensé entonces que, era posible encerrar un alma, hacer prisionero un corazón, incluso robarle la luz al cielo, pero es imposible privar de libertad a nadie porque seremos libres mientras lata nuestro corazón.
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