Miré al cielo y ayudada de mi imaginación ví la Estrella de Oriente, me pusé a pensar como en esos tiempos podían saber la llegada del niño Dios en tantos lugares del mundo y que en verdad esa estrella remendada es decir con una cola imaginaria, fuera el primer GPS de la historia.
Reflexioné entonces, que si no volvemos a ser como niños, es imposible entrar en el Reino de la Navidad. Porque sólo desde la nobleza de unos ojos limpios se puede atisbar, siquiera un poco, el infinito misterio de la vida.
Hay una alegría contagiosa en esas miradas, que revitaliza, cada diciembre, la aburrida Navidad de los mayores. Una mirada que nos conduce, gentilmente, a aquel belén de la infancia en torno al cual los vecinos, al abrigo de un ponche, un buñuelo o un aguinaldo de dulces, cantaban villancicos que se transmitian de generación en generación.
O a la paciente impaciencia con la que contábamos los días que faltaban para que el niño Dios o los Reyes volvieran de nuevo ese año a dejarnos un regalo.
Se extraña la pureza de la niñez, extraño aquellas nochebuenas, aquellas posadas, una autenticidad de la que hoy, desgraciadamente, carecen. Porque luego uno crece y empieza a traicionar al niño que fue, a convertir las felices pascuas en una feria de vanidades y mentiras, en la que ya no pinta nada aquella familia de Nazaret que tuvo que cobijarse en un establo porque no había sitio para ellos en la posada.
Aún así, habrá que seguir creyendo en esas revelaciones infantiles que nos salvan de las desolaciones de la existencia. Conviene mirar al cielo de vez en cuando. Por si vuelve a cruzar la misma estrella remendada que, la otra noche, encendió mis ojos.
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